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bioray753dfx
 
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"Para los diseñadores de lo cool"

Un texto abrecaminos:

El diseño cortesano.

Un diseñador que sólo se preocupa por "comunicar" ideas que no son propias, o por hacer más "funcionales" objetos industriales, jamás se interrogará: ¿Para qué?, ¿Para quién?, ¿Estoy de acuerdo con el mensaje que estoy difundiendo?, ¿Me parece ético?.
Si el diseñador no se hace estas preguntas, está destinado a ser algo mucho peor que el artista de la burguesía al cual se oponía Otl Aicher. Será un técnico de la comunicación, un especialista en sofisticar y optimizar la obtención de plusvalía en las modernas cortes del universo corporativo. Será un diseñador cortesano.


El proceso de diseño no puede ser verdaderamente racional si excluye de sus consideraciones al sujeto y su psicología, a la experimentación formal, al juego, al arte.
El diseño tampoco puede ser considerado una actividad trascendente en tanto sus actores no se interpelen y cuestionen respecto de cuál es su lugar en la sociedad y cuál es el propósito de aquello que les fue demandado.

El diseño es un arte de la modernidad, y como tal responde a los condicionantes de su época. El estereotipo popular del artista individualista, persiguiendo incesantemente su expresión, no sólo es simplista sino también históricamente erróneo, puesto que recién a partir de comienzos del siglo XIX comenzó a contemplarse la pura motivación personal como origen de la labor artística.
Al igual que la arquitectura, el diseño es un arte que "sirve", que es útil. Afirmar que su carácter utilitario lo coloca en una esfera extra-artística es tan estúpido como considerar las artes elevadas o de "elites" superiores a las de origen popular. Estas ideas provienen del deseo más o menos explícito de muchos intelectuales de ser los cancerberos de la sacralidad primigenia de las representaciones plásticas. Su rechazo por la reproducción y la utilidad, en definitiva, por la secularización del arte, es resultado (entre otros factores) de su desprecio por un vulgo al cual despojan hasta de su capacidad expresiva (o bien le conceden a sus manifestaciones un minúsculo cuartito de servicio en el pomposo palacio de las bellas artes). Un fenómeno interesante que ilustra esta afirmación: en las últimas décadas, de la mano de una progresiva caída en la popularidad, el jazz ha comenzado a ser considerado de manera creciente como un "arte elevado".

La problemática estética del diseño no debería ser dirimida en otra arena que no fuera la de la argumentación. Lamentablemente, esto ocurre rara vez. Las expresiones artísticas contemporáneas son juzgadas de acuerdo con la afinidad que posean con las diversas industrias culturales existentes en nuestra sociedad, siendo el mercado el operador ideológico privilegiado y excluyente, subordinador de toda otra noción.
Vivimos tiempos en los que la teoría estética institucional y conservadora de George Dickie está instalada en el sentido común y pareciera no tener rival. Conforme a ésta, se considera "arte" todo aquello que es designado como tal por una "institución" del "mundo del arte". Un "mundo del arte" conciente de que los cimientos ontológicos del diseño son fuertemente antagónicos al universo de la cultura de elites.

La esencia del diseño reside en la idea, en el "plan mental", es algo inmaterial e inasible, imposible por lo tanto de ser "fetichizado". Pero el diseño también es reproductible y masivo, un mal negocio para las galerías y las casas de subastas. Por estas razones es confinado, rechazado, etiquetado como "artesanía", "arte menor", "arte aplicado", "arte comercial", y otras denominaciones peyorativas que sirven para distanciarlo del "verdadero arte".
Otra reacción, sin duda más inteligente, es "fetichizar" los objetos diseñados: aislando las piezas de su entorno, colocándolas en museos sobre pedestales, canonizando a sus autores, se concibe un nuevo mito: el del "diseñador de elites", que posibilita el surgimiento de una nueva industria cultural asociada. Cuando pagamos u$s100 por una exprimidora Juicy Salif de Philippe Starck, no estamos sólo comprando un buen objeto, estamos adquiriendo una escultura moderna, una marca de prestigio y una firma "fetichizada". Su precio está más en relación con estas nociones que con los atributos de la pieza.

En vez de exiliarse en los estériles territorios de la técnica, el imperativo de todo diseñador debería ser colaborar con una nueva estética, democrática e inclusiva, conforme a la naturaleza reproductible y popular del diseño. Una teoría estética conocedora de las limitaciones inherentes a cualquier actividad artística, alejada de fantasías utópicas, pero conciente de la misión trascendente y liberadora del arte.

Desafortunadamente, uno de los obstáculos más duros para la revisión de nuestra disciplina es la oposición de los mismos diseñadores. A lo largo de los años, hemos cultivado una retórica de artesanado, releyendo y reciclando los mismos autores década tras década. Las afirmaciones de Emil Ruder, Otl Aicher, Jan Tschichold o Müller Brockmann (por citar algunos ilustres) deberían ser apreciadas desde una perspectiva histórica y con sentido crítico. Sus textos son testimonio de sus trabajos, experiencia y esfuerzos, pero también de sus limitaciones. Si no contrastamos estos saberes con los de otras disciplinas, si continuamos reproduciéndolos sin interrogarnos respecto de su vigencia, estaremos obrando de manera similar a la de alguna oscura secta, custodiando sus dogmas y cerrando filas alrededor de sus maestros. Cuando uno lee las obcecadas afirmaciones de Massimo Vignelli, tiene la impresión de que las décadas no son algo que conmueva el vetusto edificio teórico del diseño.

Como contraparte, aquellos jóvenes diseñadores que deberían ser los impulsores de la tan demorada renovación, se muestran a menudo felices de emplearse en algunas de las más abyectas formas de polución cultural. Ellos son los diseñadores de lo cool, aquellos que mueren por trabajar, por ejemplo, maquillando a MTV para disimular su verdadera esencia: la de un medio conservador, populista y autoritario.
Estos profesionales con frecuencia sostienen que las consideraciones éticas no forman parte de nuestra actividad. Prefieren no enterarse de qué manera serán fabricados los productos, ni qué tóxicos estarán incluidos en su composición, ni cuántas mujeres perderán su salud en maquiladoras y otros sweatshops para imprimir ese logo tan bonito que salió de sus ordenadores. Han sido formados en la escuela del pragmatismo y el utilitarismo capitalista, cuyo más cínico maestro fue, sin lugar a dudas, Raymond Loewy.


Al igual que quien defiende a ultranza un dogma "racionalista" que no contempla al individuo, aquel diseñador que sólo se preocupa por su beneficio y sostiene un modelo que se pretende "des-ideologizado" es también un sujeto alienado. Este tipo de alienación fue descripta, hace ya más de un siglo, por un señor alemán como "fetichismo de la mercancía", y consiste en la falta de conciencia respecto de las relaciones sociales (y, por lo tanto, de dominación y explotación) que originan los bienes en la sociedad de consumo.

Si algun día tenemos la horadez de incluir al diseño dentro de la esfera de las artes sin ningún tipo de jerarquización, podremos analizar con mayor amplitud su problemática y su relación con la sociedad. De esta manera, un diseñador conciente de dicha entidad podrá reflexionar respecto de su hacer, de su obra. Accederá a una dimensión nueva y, en consecuencia, padecerá las cadenas que nos hacen a todos dependientes, esclavos. Pero también descubrirá que, en aquella minúscula porción en la que nos es permitido expresarnos (a veces, inclusive, subrepticiamente), reside la semilla de un "algo" que nadie puede realmente poseer, que es imposible de nombrar, pero que conlleva un vasto potencial emancipatorio, tanto para quien lo ha liberado, como para quienes se permitan disfrutarlo.


Ramiro Espinoza.

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